Alix en ayuda de Cartago
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Jacques Martin, Alix "La isla maldita"
Los álbumes que son el resultado de una aventura publicada por entregas con anterioridad en la revista correspondiente, suelen adolecer de un buen hilvanado. Estoy convencido de ello desde mi lectura de Fort Navajo, el primer episodio del teniente Blueberry, a comienzos de los años 80. Como es sabido, el legendario personaje de Charlier y Giraud nació por este procedimiento en el semanario francés Pilote. Fue en 1963. Dos décadas después yo lo ignoraba cuando, deleitándome con Fort Navajo en una de las ediciones españolas de Blueberry, que por aquellos días daba a la estampa Grijalbo/Dargaud, reparé de algún modo en ello. Era como si, cada determinado número de páginas, se incluyera una de aquellas viñetas de los tebeos de mi feliz infancia que rezaban: "continuará la semana que viene". Y en efecto, en la fecha indicada, la historia retornaba con un nuevo asunto que sólo tocaba tangencialmente al argumento general.
Hace algunos meses, leyendo al fin Alix, el intrépido, primera entrega de colección, volví a tener la misma sensación. Esta vez, mucho más pronunciada. Hasta el punto de que, a la espera de la reedición de La tiara de Oribal -que dicen es la obra maestra de la serie- compré La isla maldita con ciertas reticencias. Una vez más, como casi siempre que recelo de una lectura, estaba equivocado. La isla maldita ya apunta esas maneras de maestría, si no es una obra maestra ella misma, de La tiara...
Publicada por primera vez en 1951, semana tras semanas en la revista Tintín, me ha parecido que esa primera grafía del personaje -que se extiende desde 1948, fecha de su creación, hasta 1956- aquí ya ha alcanzado su cenit. En paralelo, ese hilvanado al que me refiero, es perfecto. La cohesión no se resiente en ningún momento y las que debieron ser distintas entregas en la publicación original, ya en el álbum -que vio la luz como tal en 1957- encajan de maravilla como giros del argumento. Proporcionan además una mayor extensión: 64 páginas frente a las 48 que tienen las aventuras concebidas directamente para un álbum.
Como el gran enemigo de Roma que fue, Cartago es un escenario frecuente en la serie. Aquí se nos presenta ya sojuzgado por su vieja enemiga. Los notables cartagineses se muestran agitados en el palacio de Flavius, el gobernador romano, y Alix es el enviado por los cónsules de la metrópoli para aclarar la situación. De un tiempo a esta parte, la ciudad está alborotada por el secuestro de un mago local, Lydas, y los extraños navíos griegos que, dotados con poderosas lupas, han incendiado las naves con las que los cartagineses intentaron rescatarle.
Entre unas viñetas que a menudo me han resultado pequeñas y he tenido que escrutar con mis propias lupas -los cómics son para jóvenes, no para cincuentones con la vista cansada como yo-, Alix me ha ido descubriendo una trama fenicia en la que Segobal y Galo -dos de los notables cartagineses- sólo son el instrumento. Por encima de ellos está Arbacés, el pérfido griego que ya me era conocido de Alix el intrépido, uno de los grandes villanos de la colección. Arbacés es a Alix lo que otro griego, Rastapopoulos, a Tintín.
Para que parta tras los fenicios cuanto se le escapan, todos a excepción de Segobal, Flavius pone a disposición de Alix una galera y una centuria comandada por Vitela. Aunque a Enak se le había prohibido subir a bordo, también viaja de polizón. Me ha chocado sobremanera la condición del joven egipcio. Tras haberse encontrado con Alix en la entrega anterior -La esfinge de oro-, aquí se nos presenta como un huérfano desamparado al que el héroe trata como a un hermano menor, no como a ese infatigable compañero de aventuras que, con el tiempo, llegará a ser. Asimismo, me ha chocado la villanía que se atribuye a los fenicios, a quienes en los planes de estudio de mis tiempos se presentaba como un pueblo de comerciantes.
En cualquier caso, cuando la galera de nuestros héroes naufraga, Alix, Vitela, Enak y el resto de los supervivientes dan con sus huesos en una isla habitada por una colonia egipcia. Tras socorrerles, los egipcios les ponen en antecedentes. Viven escondidos en las grutas del lugar porque los fenicios de una isla vecina, gobernada por El hombre de negro, su Ilustrísima Grandeza Sardón, de descubrirles, les esclavizarían. Naturalmente, Sardón y los suyos son los que secuestraron a Lydas y, también naturalmente, Alix y sus compañeros partirán hacía su isla dispuestos a acabar con él.
Estamos ante un tebeo, que no ante una novela histórica. De modo que no me cantan -al contrario, me placen- ingenuidades como esa de que nada más llegar, Alix y su gente encuentren a un grupo de fenicios disidentes dispuestos a ayudarles. Entre todos intentan poner fin al reino de Sardón, el tirano que valiéndose de un armamento muy adelantado para la época -pólvora, ballestas, las poderosas lupas que proyectan rayos letales- pretende gobernar el mundo entero. Siempre ávido de sus conocimientos, su Ilustrísima Grandeza secuestra para su empresa a los sabios como Lydas. Alumbrada la aventura en plena posguerra, no hay duda de que el nefasto sueño del Reich de los mil años que acaba de sumir al mundo en una de sus mayores carnicerías gravita en estas viñetas. Pero prefiero quedarme con las impactantes imágenes proporcionadas por los anacronismos armamentísticos.
Aunque nuestros amigos pondrán en marcha su destrucción, la isla maldita acabará por sucumbir a la erupción del volcán local y el maremoto que la sucede. Resumiendo, esta tercera aventura de Alix ha resultado una lectura mucho más placentera de lo que esperé en un primer momento.
Publicado el 8 de abril de 2014 a las 17:00.